Puedo considerarme una persona súper positiva la mayor parte del tiempo, y es una actitud con la que no nací, en realidad, es algo que he estudiado y trabajado, porque aunque tuve una infancia y una adolescencia increíbles rodeada de grandes amigos y una familia súper amorosa, crecí con un montón de problemas (como la mayoría), traumada por las decisiones de los adultos que me formaron. Como las monjas del colegio, quienes me transmitieron sus propias heridas emocionales (específicamente sexuales), amargándome muchos días, pero alegrándolos a la vez con canciones y alabanzas a Dios. También el daño me vino por las peleas entre mis entonces jóvenes e inmaduros padres (a quienes hoy justifico con la firme convicción de que siempre hicieron, hacen, y seguirán haciendo lo mejor que pueden con lo que tienen)… sin embargo, cuando miro hacia atrás, puedo presumir, que me recuerdo como una niña feliz.
Fue hasta que me adentré en la vida adulta que comenzaron a lloverme patadas, una tras otra, que jamás vi venir, y me di cuenta que había una nube gris encima de mi, entonces empecé a atraer a mi vida un trabajo, una relación amorosa, “amistades”, experiencias, etc., grises (todo mal).
No sé como, ni cuando, me cayó el 20 de que no quería más de eso, que no quiero ser víctima de las circunstancias, sino forjar con ellas mis oportunidades.
Hoy no quiero resoluciones de año nuevo, hoy quiero fluir con los ritmos de la naturaleza, que las personas conozcan mi lado A y también el B, que por cierto, ambos son cambiantes y remasterizables.
Quiero tener miedo y certeza, que la vida me sorprenda bailando en el salón los ángeles o llorando debajo de mis cobijas. Quiero agotarme para después descansar, escuchar a Rachmaninoff una mañana y por la tarde a Bad Bunny sin culpa, porque la vida es eso que sucede en el trayecto de los polos que se oponen, donde se construyen las experiencias y se valida nuestra humanidad.
Hoy estoy segura de que la nube gris siempre ha estado y siempre estará, el detalle es que ahora que puedo ver el cuadro completo, también me doy cuenta de que en todo momento también hubo un sol radiante, un campo lleno de florecitas y pájaros cantando, amigos entrañables, una familia amorosa y muchas cosas (wuuuuh!) que había dejado de percibir por poner toda mi atención solamente en la nube gris, que sin ella, tampoco el paisaje estaría completo.
Por eso, con toda conciencia, este año no me tomé ni la mínima molestia por estrenar un calzón rojo, ni dejar maletas en la puerta, tampoco bebí champange ni escribí 3 deseos, lo que no significa que me esperaba lo que sí sucedió. Tuve la desdicha de que mi cena de año nuevo se convirtiera en una batalla familiar campal con una lista innumerable de quejas, y ni hablar de las campanadas y las 12 uvas que traían semillas, mis resoluciones se convirtieron más bien en maldiciones… (una vez más, todo mal).
Aún así, con todo y el nudo en el cogote, los tragos amargos y las nubes de color gris, sigo teniendo la certeza y la voluntad de que 2018 será súper dúper.