Aprendí desde muy pequeña a dividir y a organizar al mundo entre listos y tontos, ricos y pobres, blancos y negros, gordos y flacos, etcétera. Y no sólo eso, sino que uno era positivo y el otro negativo; de manera que al enfrentarme al mundo, mis mecanismos de defensa me invitaban a etiquetar con alguno de estos adjetivos a los demás. Por supuesto, los negativos los elegía para aquellas personas con quienes me peleaba o me hacían sentir vulnerable.

Este horrible aprendizaje lo arrastré toda mi vida, inclusive, hace no mucho tiempo, la única y ordinaria manera de hacer sentir mal a la actual novia de mi ex, porque en realidad no conozco nada de ella, fue atacándola con su imagen física.

Me cayó el 20 de que en realidad señalarle sus defectos, a ella y a cualquiera, es la manera más simple de evadir lo que yo misma soy y no soy, y la forma más mediocre de intentar sobresalir.

También, soy consciente de que he sido súper ruda conmigo, y que solita me saboteo diciéndome en infinitas ocasiones lo imperfecta que soy. 

Lo escribo porque sé que no soy la única; me consta. Y si tú estás por acá, leyendo esto, y alguna de mis palabras te hace sentido, déjame comprobarte que hemos vivido equivocados, porque lo que podrías considerar como un «defecto» físico, realmente es una cualidad, y es estético y bello.


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