Había decidido renunciar al mejor trabajo de mi vida. Pasaba por una mala racha emocional, pues tenía un corazón roto, una jefa chalada, una flacura de alien, un cansancio irreal impidiéndome vivir, una sed insaciable, un molestísimo zumbido en los oídos, y por si fuera poco, la mano derecha dormida desde hacía varios días. Mi mamá preocupada por el conjunto de piedras que cargaba su hija menor, rezaba (sin decirme nada) para que no fuera algo irreversible.
Era agosto del 2009. Llevaba toda la mañana obsesionada con la canción de Bengala «Mal incurable«; pensaba emocionada en la enorme casualidad que me parecía haberme cortado el pelo días atrás justo como la chica del video, cuando sonó el teléfono, una voz nerviosa del otro lado de la bocina me pedía que me presentara urgentemente en la clínica donde me había hecho estudios de sangre el día anterior. Ni siquiera chisté en preguntarle ¿del uno al -por qué le tiembla la voz-, qué tan grave es?
Ese día me internaron. Tenía tres semanas (más/menos) con la glucosa en la sangre por arriba de 500, y pues como no daré por hecho que de lo que te hablo es un tema que domines, aclararé que el rango común es de 70-120 mg/dl.
Me recuerdo en el cuarto del hospital junto a mis papás y mis hermanos, el ambiente era como de funeral, a los cinco nos tomó por sorpresa, estábamos mudos, cada uno manteníamos una conversación interna cuando entró Doc a hacerme una serie de cuestionamientos relacionados con mis hábitos alimenticios y si había tenido sobrepeso de pequeña, a lo que respondí confundida puesto que no entendía a donde quería llegar. Yo jamás había sido ni poquito chubby (ni siquiera la vez que regresando de campamento me comí una pizza completa) y tampoco llevaba una dieta desbalanceada. Lo que sí recordaba es que meses antes pasaba demasiadas horas sin comer por mis horarios de trabajo.
Doc concluyó por las característica que presentaba que el diagnostico era diabetes tipo 1, también conocida como infantil. Eso significa que mi sistema inmunológico ataca la insulina que produce mi páncreas.
Los días siguientes experimenté todas las emociones humanas; estaba en duelo, distraída, evasiva… no sabía lo que me venía pero creo que desde niña controlo la resignación como ninja, sin dramas.
Con los días empecé a enojarme, entristecerme y frustrarme, pero veía a mis padres tan preocupados que fingí todo ese año dominar la situación con tal de que se relajaran. Entonces inicié mi tratamiento con insulina, dieta y ejercicio.
Y así fue el comienzo de mi relación conmigo misma.