Desde hace dos semanas que decidí despedirme de mi larguísima cabellera de sirena, he recibido todo tipo de reacciones y comentarios. La mayoría de ellos, gratamente positivos, lo que me ha arrancado sonrisas de inmensa alegría; pero también, he sido testigo de malas caras, como de decepción y/o silencios al respecto, mismos que también me han arrancado sonrisas.

Llevaba más de un mes dándole vueltas. Fue una idea que sembré en mi cabeza y que cada día se esparcía no muy lentamente hacia mi voluntad y mi deseo. A este hecho se le sumaron todas y cada una de las veces en las que me cachaba haciendo muecas porque tenia que desenredarme el pelo, lo cual demandaba por lo menos 15 minutos de mi tiempo. O las infinitas ocasiones en las que llegaba a mi destino y tenia que quitarme el cinturón de seguridad del coche, después de manejar en el increíble tráfico de la ciudad de México, y mi pelo, invariablemente, sufría de horribles jalones. La última mala experiencia que recuerdo, fue un día antes de cortarlo; había decidido irme en bici a tomar un café con mi BFF, y el estacionamiento de bicis estaba llenísimo, aún así, pude abrirle paso a la mía; con mucho esfuerzo, agachada incómodamente logré ponerle el candado, y cuando intenté levantarme, mi cabello lo impedía; estaba atoradísimo en la cadena de otra bici, como si tuviera vida propia y me estuviera jugando una mala broma. Para mí, ya eran demasiadas señales.

Definitivamente, no me corté el pelo para agradarle a nadie más que mi misma; y pues yo no soy de esas personas que va por la vida, considerando la opinión de los demás para sentirse bien.

Cortarme el pelo ha significado dejar atrás lo pasado; y es la prueba de que no estoy atada ni a costumbres y mucho menos a creencias. 

Y bueno, no puedo dejar de lado que, por mi tipo de cara, «diamante», el pelo corto me hace favores si de imagen hablamos.

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